viernes

Menú mixteco…

Chilate rojo o amarillo
Mole sin chocolate (con pollo, guajolote o res)
Tortillas a mano hechas de maíz fresco
Chirimoyas
Ticutas
Empanadas de Xilacayote
Chileajo de puerco con perejil fresco
Amarillo de pollo
Barbacoa de chivo
Totopos con nopales
Granadas
Pozole blanco con hierbasanta
Tortitas de frijoles molidos
Dulce de calabaza
Chayotes con miel
Fraile, pepicha y cilantro
Aguacates criollos
Rdiky de res
Quesillo y queso fresco
Aguardiente y mezcal
Curados de capulín, piña, nanche, coco o guayaba

Mi unico plato de Borscht

Nos conocimos en un restaurante. Bueno, en realidad no nos conocimos, la primera vez nos vimos en un restaurante.
Yo lo vi primero. Él estaba comiendo con un par de amigos y me llamó la atención su traje oscuro y su corbata naranja (color audaz que tambien cubría mi cocina de aquel entonces). Resaltaba de sobremanera con su tez blanca, sus ojos azules y su castaño claro del cabello.
Él me vio después, lo sentí.
Nos vimos directamente a los ojos cuando estábamos, cada quien en su mesa, pagando la cuenta. Él no fue discreto y yo respondí con la misma indiscreción. No me gustan los rubios, pero ese rubio si me gustó (dije lo mismo de los árabes y…). Antes de irme pasé por su mesa y le dejé mi número de teléfono en un papel. No voltee a verlo.
Me llamo al día siguiente por la noche. Por el tono me di cuenta de que como yo, era un extranjero.
Quedamos para el día siguiente en el CCCP, un bar ubicado en la Torstrasse, en Mitte, el centro de lo que fuera la parte oriental de Berlín.
Nos encontramos en la barra a las 10 de la noche. Pedimos un par de cervezas y hablamos de nada pues en realidad nos veíamos los labios y los ojos. Antes de terminar la segunda cerveza ya me tomaba de la cintura y me acercaba a su cuerpo. El tipo sabía a lo que iba y yo también. Estábamos ansiosos.
Yo de niña siempre había tenido curiosidad por la URSS, por su idioma con alfabeto indescifrable, por el tamaño de su geografía, por todo lo que se decía sobre los “ruskys”, por Lenin embalsamado y Trotsky asesinado en México, por la literatura, por el símbolo de la hoz y el martillo, por la arquitectura de San Basilio, por todo lo que parecía tan diferente. La URSS era para mí la imagen de otro planeta y los rusos habían sido enigma.
Pero de nada de eso trató la conversación de esa noche. Ni de ninguna otra.
Después de intentar ubicarnos en algo para evitar la realidad –que no teníamos nada de que hablar-, decidimos ir a comer. El ruido y el humo de cigarro fueron una excelente excusa para salir del CCCP.

El ruso me llevo al “Borscht”. Un restaurante de comida de su país que yo absolutamente desconocía (tanto el sitio, como la comida de su país, y en ese entonces su país también).
Llego hablando ruso y todos le contestaban en tan singular lengua. Pidió dos vodkas para calentar el estomago. O al menos esa entendí era la intención de tomarlos sin haber comido algo antes. Me presento a sus amigos y conocidos. Demasiados Vladimires, Ivanoves, Paveles, Alexanderes, Sergeis, y todos esos nombres que abundan en La Madre de Máximo Gorki.
Al sentarnos nos pasaron dos platos con Borscht precisamente. Ahí conocí esta típica sopa rusa de betabel, col y crema que es una delicia hasta para quienes, como yo, odiamos el betabel. Después vino el pastel de poro, cebollas y papa en una pasta de hojaldre, con una sencilla ensalada de pepino, pilav y zanahoria y un plato de pelmenis (los raviolis rusos).
Yo estaba concentrada en la comida y esperando irme de ahí lo más pronto posible. Me entretenía ver al resto de los comensales –en su mayoría rusos-, con quienes compartía una larga mesa. Imaginé que estábamos en una taberna de un pueblo siberiano perdido en la blanca nada. Me acordé de Ana Karenina. Esa noche hacia frío también en Berlín. Extrañé no tener la confianza -y que los rusos no la provocaran- para pedir un poco de lo que había en otros platos para probar la variedad.
Sin embargo el vodka seguía fluyendo, así como el pan con un queso ácido y salado que combinaban con jitomate fresco.
El ruso hablaba y hablaba sin parar en su lengua materna y paterna con todos a su alrededor; su rostro se enrojecía por el calor del vodka. El mío por las miradas provocadoras que me lanzaba. Seguramente hablaba de sus planes conmigo pues miembros de su público también me lanzaban miradas, que no provocadoras, pero si curiosas.
Después de un rato alguien tuvo la amabilidad de preguntarme sobre mi procedencia y hacer algo de conversación. Me dijo que, por mi apariencia física, podría ser de alguna de las regiones del sur de Rusia. No supe si era un halago o un insulto. También me dijeron que me parecía a Frida Kahlo. Quise suponer que lo decían por el hecho de que iba a darle asilo sexual a un ruso y no por el bigote.
Después de comer pasaron el postre. Unas oladi, croquetas de manzana y zanahoria espolvoreadas de azúcar glas. Un cierre perfecto.
El ruso me preguntó sobre mis planes para esa noche. Era la una, “por dios! rusky, que pregunta!”.
Nos fuimos a su casa que, casualmente, estaba a dos cuadras del lugar.
Me ofreció algo de beber. Otro vaso más de vodka y te juro que vomito el borscht, le dije amablemente. Omitió la insistencia y nos dirigimos al sofá ya que el ruso vivía solo.
El sexo fue bueno, aunque me sobró alcohol y a él le faltó, por aquello que el alcohol desinhibe. Las miradas que lanzaba eran más cachondas que el ruso en si.
Era la primera vez que me acostaba con alguien tan eslavo, con un sexo tan rosado (de color, no de textura). Era demasiado ruso, por así decirlo. Esa primera noche preferí no quedarme. Y después se me hizo hábito pues la curiosidad de volver a verlo una segunda vez me hizo verlo muchas otras noches.
Se volvió itinerario, rutina y agenda de invierno. Sólo nos veíamos para lo mismo, casi siempre en un restaurante italiano y después siempre en su cama. Comodidad buscada y concedida. El ruso era un fan de las pastas y la pizza, no volví a comer Borscht con él, a pesar de que se lo pedía con el mismo entusiasmo con el que le pedía mi orgasmo semanal. Cada semana imaginaba que iríamos a comer Borscht antes de ir a la cama. No sucedía.
No sabíamos mucho el uno del otro y cuando hablábamos mentíamos descaradamente. Él había aprendido muy bien alemán, pero su conocimiento de inglés y español era nulo. Como yo tenía pocos meses en la ciudad, la conversación era básica, de “Grundstufe”. Nunca hablamos ni de Tolstoi, ni de Dostovyeski, ni de Gogol, ni de Chejov, ni de ningún grande de las letras de su país. Nunca le dije que uno de mis sueños era ir a Moscú. Nunca lo invite a mi casa, nunca dormimos juntos.
La cosa no iba ni mal, ni bien. Más bien no iba.
Un buen día el ruso me dejó. Sin explicaciones, sin demasiadas palabras, sin pasión, sin pleitos, sin ternura, sin disculpas.
En la única llamada que nos hacíamos a la semana para ponernos de acuerdo para el encuentro, me dijo que ya no nos veríamos más. Me dijo que había sido un placer conocerme, que el tiempo que paso conmigo lo paso bastante bien, que se divirtió mucho (ah! gracias) pero que no creía necesario (nuetzlich! dijo el eslavo) que nos siguiéramos viendo. Entonces el ruso dejo de ser un enigma.
Yo no hice drama. Pues no era para tanto, aunque dejo un raro vacío de algo. Creo que fue de ese buen plato de Borscht.