miércoles

Trattoria Beati: Sucumbiendo al tabú

En México existen pocas prohibiciones o tabúes alimentarios. Yo he pasado por buena parte de los estados del país y en ellos he comido o visto comer: res, borrego, chivo, cabrito, conejo, venado, iguana, aves –pollo, guajolote, pato, codorniz, avestruz-, cerdo en todos sus tamaños, algún tipo de serpiente, rata de campo, peces, crustáceos y mariscos e insectos comestibles como chapulines, hormigas y gusanos. O sea casi de todo, porque en ninguna parte yo he visto que se coma carne de caballo.

Yo asumo que en México comerla es un tabú. El caballo- coprotagonista infaltable en las historias del cine mexicano de la época de oro y personaje de corridos que lo hacen héroe…como el caballo blanco- es un animal que casi se ostenta símbolo patrio, sobre todo si tiene un charro encima. Pero no es como sucede en India con la carne de vaca, o entre judíos y musulmanes con la carne de cerdo, una prohibición derivada de ideas religiosas. En México el tabú proviene del imaginario ranchero que se hizo famoso gracias a los personajes de Pedro Infante y Jorge Negrete, que tenían como amores a su caballo y a sus mujeres (en ese orden). El caballo es el amigo del hombre, o si no entonces ¿por qué en México no comemos carne de caballo?

Esa es la pregunta que me hicieron en Berlín en una reunión en donde se realizaba un asado con salchichas varias. Estaba comiéndome una muy apetitosa cuando alguien mencionó lo buenas que estaban esas salchichas de caballo. Pregunté si la mía era de caballo. Los alemanes a mi alrededor la vieron y dijeron que si, claro, era caballo.

En ese momento vi la cara de mi abuelo ranchero amenazante, señalándome con un dedo como si hubiera cometido un pecado…capital. Vi la cara de mi mamá, que adora a los caballos porque convivió con ellos en el rancho de sus abuelos. No pude terminarme la salchicha y evité por varios años y todos los medios comerlas en los próximos asados alemanes a los que asistí y en los que siempre estuvieron presentes.

Hasta ese entonces desconocía que la carne de caballo se consumía. Y la verdad no volví a tener curiosidad de comerla hasta que hace dos años visité por primera vez la Val Camonica. Este es un valle, ubicado en la región de Lombardia en el norte de Italia, que se abre dejando el hermoso lago de Iseo en el medio. Pues ahí, justo ahí, sucumbí a mi impuesto tabú alimentario.

Y es que en esa área la carne de caballo es sumamente apreciada y consumida (al lugar al que fueres….) por lo que no me quedó otra opción que comerla. Los locales encuentran en cualquier supermercado la Bresaola de caballo, un embutido de color oscuro y sabor exquisito que se compra para comer con pan, como relleno de piadina, o sola como antipasto. Un poco dulzona, la Bresaola de caballo también va muy bien en ensaladas frescas (arúgula, tomates deshidratados, parmesano y nueces) o de papas cocidas. La verdad es un mangar difícil de resistir, especialmente si se tiene a un lado un trozo de pan y un vaso de vino.

Pero el consumo de carne de caballo no queda en el embutido. En la Val Camonica se encuentra el pueblo de Artogne, que para mi hubiera pasado desapercibido y sería completamente irrelevante si no estuviera ubicada ahí la célebre Trattoria Beati (…da sempre specialità di cavallo…).



Este lugar tiene por lo menos 80 años ofreciendo especialidades de caballo a los locales del Valle. Yo he estado dos veces de visita en la Val Camonica pero estoy segura que al menos seis veces he comido en dicho restaurante, porque la comida es sencilla pero riquísima.

El Beati es un lugar con mesas de madera y decoración rústica que siempre, siempre está lleno. Su menú ofrece antipasto de carpaccio de caballo (cortes muy finos de carne cruda rociada con limón amarillo), primeros platos como pastas con ragú de caballo, segundos platos hechos para hincar el diente en una costilla, una chuleta, un bistec o un filete de caballo, acompañados de papas horneadas al romero, o polenta, o ensalada verde y, por supuesto, postres que en medio de tanta carne los considero bastante marginales, pero necesarios. Los italianos no se levantan de la mesa sin comer il dolce.

La primera vez que fui al Beati probé la lasagna de caballo. En ese momento olvidé a mi abuelo ranchero con su caballo negro y olvidé también que el caballo es el animal favorito de mi madre. Hasta cerré los ojos. Esa lasagna hecha con ragú de caballo y salsa bechamel es una auténtica delicia y -de lejos y por mucho- la mejor lasagna que yo me he comido jamás. Me hubiera podido comer el refractario completo de no ser porque para comerla hay que solicitar la porción con anticipación. La lasagna no está en el menú ordinario del Beati.

Pero lo que si está es el ragú de caballo con spaguetti o tagliatelle, que es también una excelente opción para principiantes al consumo de esta carne magra, sin grasa, de sabor fuerte y además muy sana.

En todas las ocasiones que he pasado por el Beati he variado mis elecciones. Así que he probado sus pastas con ragú, el carpaccio de caballo, y muchos de sus segundos. La Fiorentina de Caballo me llevó más o menos una hora terminarla pues era –estoy segura- un pedazo de más de 300 gramos de carne asada en perfecto término medio. Podría haber relinchado al terminármela.

También he comido la Cotoletta, que es la versión de milanesa con filete suave y la riquísima costilla de puledro, que es el potro (ya entrada en caballo el tamaño era lo de menos). El Beati ofrece también guisados con carne de asno (Brasato di ansino), de jabalí (Cinghiale in salami) y la gallina nostrana rellena.

Nunca, nada, me ha dejado insatisfecha. Y no en vano es uno de los lugares más populares de la zona. El Beati tiene el ambiente ruidoso de una taberna del Medioevo, propio de auténticos carnívoros camunos –genérico de los locales-, en donde además corre el vino de mesa en grandes cantidades, no vaya a ser que el pedazo de carne a medio camino decida reparar.

Mis tabús alimentarios se han ido disminuyendo. Por su sabor y calidad, el caballo es ya para mí una carne que podría, si pudiera, incluir en mi alimentación cotidiana. ¿Por qué en México no comemos carne de caballo?

Trattoria Beati
Artogne, Brescia, Italia.

lunes

Christophe. Comida francesa en el corazón de Amsterdam

Cuando se trata de comida francesa lo que subyace es la idea de comida delicada, elegante, fina y por lo tanto cara. Comer “francés” en cualquier parte del mundo remite a restaurantes con nombres de uva francesa como “Merlot” o de chefs franceses como “ L’atelier du Joël Robuchon“. Suenan muy lindos pero también suenan a mucho dinero.

Además de crepas y quichés generalmente la comida francesa es inaccesible. Yo fuera de Francia no conozco “puestos” de comida francesa, como si los hay de cualquiera de las comidas rápidas que rápido se globalizan.

Así que comer francés –insisto, fuera de Francia- implica visitar un restaurante que barato no será. Entonces a pesar de contar con reconocimiento internacional, la comida francesa no es la más popular. Filet mignon, caracoles al vino blanco y mantequilla, ancas de rana, bouef bourgnignon, bouillabaise, soufflé o cassoulet son reconocidas maravillas en el mundo, aunque el mundo apenas las haya probado.

Y también como toda exquisitez, las propias de la cocina francesa se han visto innovadas desde dentro y lo tradicional a pesar de tener su lugar propio ha empezado a competir un poco con lo novedoso. Pero esto, lo novedoso, sigue siendo caro.

Y así es Christophe, un restaurante elegante y discreto que se encuentra frente a uno de los cientos de canales de la capital holandesa. El nombre se lo dio su primer dueño, Christophe Royer, chef francés quien lo inauguró en 1986. En poco tiempo el sitio se consolidó como uno de los restaurantes top-end de Amsterdam.

Para emprender nuevos proyectos en 2006 el francés decidió vender el restaurante y dejárselo –con todo y estrella Michelin- a Ellen y Jean-Joel quienes ya trabajaban para él, la primera como sommelier y el segundo como cocinero. Así que familiarizados con la filosofía del lugar, sus sabores y obsesiones, se quedaron a cargo del mismo manteniendo la calidad que ha caracterizado el sitio, según lo revelan algunas reseñas antiguas.

Su menú es como el lugar mismo, discreto. De entradas a postres cuenta con quince opciones. Su carta de vinos es, por supuesto, mucho más amplia y exclusiva de vinos franceses representantes de todas las regiones.

Ir a Christophe implica gastar por persona alrededor de 120 euros, dependiendo del vino que se escoja. O sea un dineral!...

Pero, pensando en gente como yo, simple mortal que gusta de comer bien, en Christophe se ofrece y prepara un Menu du Marche. Este es un menú de tres cursos (35 euros sin vino) que cambia diariamente dependiendo de lo que el chef encuentre fresco en el mercado. O al menos esa es la filosofía: la improvisación y la frescura.

Con un horario restringido y haciendo previa cita se puede ir a comer a un sitio lindo que es lujo impagable para muchísima gente como yo. Pero conociendo estos secretos es como logro explorar y no quedarme con las ganas de probar algo y de tener una buena y diferente experiencia culinaria.

La aventura gastronómica francesa de “primer nivel” empezó a las 6 en punto. Fuimos atendidos por una mujer muy elegante que nos tomó los abrigos y bolsos y nos dirigió a la mesa en el segundo nivel del restaurante. El lugar es, como dije, discreto. Colores sobrios, negro y beige, flores blancas y adornos –en dorado- que parecían de una tienda de antigüedades, nos dieron la bienvenida.

La mesa impecablemente servida. Cubiertos para todos los tiempos y copas para todos los vinos. La primera en usarse fue la de champagne, pues un aperitivo no se puede dejar pasar. Llegó entonces el jefe de meseros para darnos a conocer el Menu du Marche. Fue tanto lo que explicó que yo poco tiempo tuve de anotar algo, todo sonaba, aunque sencillo, muy elaborado: típico francés.

Después llegó la encargada del vino a entregarnos la carta pues en Christophe nadie come sin vino. Obviamente de ahí sale la ganancia que del menú no sale, pero ya entrada en champagne la cosa era dejarse querer. Elegir el vino hubiera sido un suplicio, partiendo de lo poco que conozco los franceses y de su infinita variedad.

Así que me deje llevar por la sugerencia que hizo la compañía que tenía. Y como la entrada lo ameritaba, empezamos con un blanco. La elección fue un Chant des Vignes, Jourançon, Domen Cahuapé, seco con olores cítricos, dejos de toronja y menta que fue un perfecto inicio para nuestro episodio culinario que empezó con algo casi molecular cortesía de la casa. Un plato que tenía untado un paté de pescado con coliflor y salsa de trufa blanca, muy concentrado en sabor pero que duró un suspiro.
Después llegó el primer plato: una crepa, más gruesa de lo normal, rellena de cangrejo en mayonesa con tarragón con granos de elote y una salsa -tipo jarabe- con caracolitos. Los caracolitos no añadían gran cosa al sabor, pero fue una manera de sentir (o ver) algo muy francés en el plato, aunque los escargot son mucho más grandes. El sabor del tarragón iba muy bien con el cangrejo que se sentía carnoso y jugoso.

Con anticipación sabíamos que el segundo plato era carne de puerco. Entonces decidimos pedir otra botella pues nuestro Jourançon se había evaporado. En la mesa se sugirió aprovechar la selección de la carta y por lo tanto no cambiar de región. Seguimos con un vino del suroeste, pero esta vez tinto. Se pidió un Chateau Bouscassé de Maridan. Ese Mantus 2004 de color púrpura intenso combinaba perfecto con el segundo plato: chuletas de puerco muy bien cocinadas, con guarnición de verduras que estaban en su punto (calabacines y berenjena en su propio caviar) con un sazón impecable que rendían homenaje al mundo vegetal. Pero lo que más disfruté fueron las papas horneadas con queso, porque a mí el Mont’ Dor (uno de los quesos franceses más famosos) me encanta.

Después de quedar con un buen sabor de boca y casi terminar el maravilloso vino tinto, nos trajeron el postre. Un chocolatine festival con mousse de plátano, coco, chocolate blanco y una salsa de fruta de la pasión que se deshacía en la boca como un soufflé caliente, aunque este postre no lo estaba. Los sabores no sobresalían uno del otro, vaya!, hasta las gotas de salsa de fruta de la pasión se hacían notar entre el mar de chocolate, plátano y coco. Una delicia!

En Christophe se ofrece la tabla de quesos para degustación, obviamente al final. A la tabla no le falta nada, y tiene la variedad requerida. Pero esta vez ya no me quedaba espacio para algo así. Pero otra ocasión será, porque pienso volver.

Después de pagar la cuenta dividida entre los comensales salimos de ahí al Vyne, un bar de vinos cercano al restaurante. Muy contenta yo por haber entrado a Christophe y haber comido tan bien. Estas buenas experiencias me dejan siempre de increíble humor.

Por eso me uno al coro de elogios de quienes ya han escrito sobre el restaurante, con la diferencia de que se ha dicho mucho sobre su menú oficial. Yo que tuve -digamos- otro acercamiento puedo elogiar el Menu du Marche –todos los días distinto- que es una excelente opción para no quedarse con las ganas de entrar a un lugar lindo, pasar un buen rato frente a uno de los canales de la ciudad…y, finalmente, comer y beber francés como se debe, porque un lujito de esos se los merece una de vez en cuando.


Christophe
Menu du Marche: de martes a viernes de 18 a 19.30
Amsterdam
http://www.restaurantchristophe.nl/