lunes

Hay un cuerpo...

Hoy por  primera vez en casi un mes mi cuerpo tuvo el ánimo para levantarse de la cama a una hora adecuada. Aprovechó el sol y el frescor de estos días de otoño holandés para salir a correr al ritmo de una música poderosa. Una hora recorrió un paisaje conocido y regresó a desvanecerse en una alfombra. Sintió adrenalina y endorfinas, un sudor marcando la mitad de su espalda y un corazón latiendo y llegando con la sangre a todos sus rincones.

Hoy hubo un cuerpo que sintió menos el dolor de la despedida. Sin embargo le queda el otro dolor: el que subyace a las palabras, los recuerdos, la memoria. Hay un cuerpo al que le está costando recuperar el ánimo y valorar el silencio y la soledad. Cuando la quietud lo abraza su cabeza se llena de imágenes, de frases y de recuerdos. Todo se le concentra en la garganta y tiene que respirar profundo y tragar saliva para no soltar el llanto. Hay un cuerpo cansado de llorar.

Desde hace casi un mes ese cuerpo despierta en camas que no le pertenecen viendo distintos techos -que le toman segundos reconocer-. Lo único que ha llevado consigo cabe en una maleta. Ese cuerpo siente esto como algo simbólico de lo que le está sucediendo. No habría que explicarlo.

Si, ahora ese cuerpo se duele. Flota sin creer que es lo que es y siente lo que siente y a veces cree que todo está pasando solamente en esta dimensión porque en las otras le están sucediendo cosas distintas. 

Es un cuerpo que ya no quiere sentir la ausencia pero que quiere recuperar su presencia. No ha podido dormir una noche entera. Despierta después de pocas horas de sueño y le asusta la oscuridad de una recámara desconocida. Logra identificar en dónde está físicamente e intenta dormir nuevamente. Le ha costado volver a la cocina con ánimos de algo. No ha cambiado su menú de simples ensaladas y pastas con salsas preparadas. Sabor a supermercado barato. Pero a este cuerpo no le da la cabeza, no le da el corazón, no me da la gana.

Hay un cuerpo que quiere volar lejos y uno que quiere sentirse acompañado. También hay un cuerpo que extraña otro cuerpo y uno que quiere -por si solo- salir hacia un no-lugar mejor indefinido.

Ahora ese cuerpo se duele. Hay ocasiones que funciona en automático pero repentinamente suelta un aullido de dolor incontrolable y se tumba en algo que pueda sostenerlo. Este cuerpo no se reconoce porque está cambiando de piel, de olor y de sabor. 

Ve su reflejo en el espejo y logra reconocer un gesto familiar aunque a veces piensa que todo lo suyo  quedó guardado en las cajas que dejó en una casa que ahora está lejana. Pero si logra verse al espejo reconoce que está recuperando algo en la mirada. Este cuerpo quiere decirle a quien quiera escuchar que a pesar del dolor no está vencido.  

Siente las alas en la búsqueda de la vida que viene. Una que puede estar en Estambul, Tokio, Oaxaca o Nueva Delhi. Se da cuenta entonces de que el ánimo puede florecer en cuanto reconozca lo que el mundo guarda para él. 

Por eso hay entonces un cuerpo que espera.

domingo

El día que me fui...

El día que me fui empezó anticipado. Creo que desperté a las 5.47 de la mañana cuando el sol aún se escondía detrás de una intensa oscuridad.

Desayuné temprano. Un jugo de naranja fresco que hice en el piso de abajo para no hacer ruido con el aparato que exprime naranjas.

Estaba un ser dormido en una habitación cercana.

Ese día, el día que me fui, acompañé el jugo con un plato de fruta picada. Mango, papaya y melón.
Me bebí un té verde.

Después salí de esa casa y me encontré con una amiga que se bebió su café escuchando mis pesares.
Ambas pedimos un lassy de mango y un bagel con queso crema y mermelada.
Café y más café orgánico y bien tostado.
Recibí un collar con iconos mayas y una pieza de jade.
Regalo de despedida de la tierra del sur.

Al volver a casa, terminé de guardar lo indispensable, cerré maletas, comí los restos de una sopa de verduras, me despedí de un perro y una gata. Me tomé media botella de vino y la otra la guardé en mi bolsa para el viaje. Cerré la casa y a las 5 de la tarde dejé atrás un bosque.

Me subí a un autobus y cuando este empezó a avanzar solté un nudo que tenía en la garganta y que se convirtió en lágrimas que mojaron todo mi rostro. Lloré pensando en lo que estaba haciendo, en el futuro por venir, lloré por lo que he logrado a pesar de todo, por lo que aún me queda por hacer, lloré por el pequeño mundo que tenía y estaba dejando pero también porque el mundo es muy grande y está esperando mi presencia.

Toqué el collar en mi cuello. Me tapé los oídos con una canción y admiré un paisaje de montaña y nubes espectaculares que me recordaron que detrás de mi, atadas a mi espalda hay un par de alas con las que siempre he volado.
Me bebí el resto del vino y pronto se me cayeron los parpados sobre los ojos.

Cuando desperté estaba en otra ciudad. Con dos maletas y dos bolsas. En una tenía un recipiente de fruta picada y una botella con jugo de naranja.

Antes de bajarme del autobus ingerí mis alimentos. Es decir el día que llegué mi desayuno fue el mismo que el día que me fui.

Hay cosas que no cambian, pero hay otras que deben cambiar.