sábado

C´Taste: comiendo en la oscuridad

Entrada la tarde me llegó su correo. El remitente llamó mi atención pues no lo conocía y el asunto decía: cita a ciegas.
El correo (escrito en inglés) estaba firmado por un van der Dries. Un apellido más holandés imposible. El remitente decía que me había visto en el edificio donde yo tengo mi oficina. No especificó si él también trabajaba en ese edificio o si fue una casualidad que me viera ahí, pero al parecer alguien le dio mi nombre y así localizó mi correo.

Además de explicarme cómo había llegado a mi dirección electrónica me propuso que nos encontráramos para cenar: “sé que te gusta comer bien y que te gusta correr riesgos”. Supuse que hablaba de comida. Por un momento pensé que me iba a invitar a comer un pene de yak, joroba de camello o unos escorpiones fritos. Entonces acepté la invitación.

Me citó para el siguiente viernes a las 8 de la tarde enviándome a una dirección cerca de la estación de tren Amsterdam-Amstel. Me dio señales para llegar al domicilio del lugar y me dijo que diera mi nombre a la persona de la recepción.

Cuando llegué me di cuenta de que era el restaurante C'taste. Nada más entré hice lo que me había indicado. El tipo de la recepción me sorprendió: “ah!, es usted la invitada del señor van der Dries, bienvenida”. A continuación me pidió que le diera mi bolso, celular y abrigo: “no los va a necesitar”, me dijo sonriendo mientras me ofrecía una copa de vino espumoso, que al probar supe que era proseco. Me dio la llave del apartado donde había guardado mis cosas.

Estaba en un lobby con una barra pequeña, algunos sofás y unos ventanales que dejaban ver uno de los grandes canales que atraviesan la ciudad. Hacia dentro solamente veía una puerta de cocina y otra puerta oscura. Percibía poco movimiento. En Holanda la gente cena generalmente más temprano.

Me senté en una salita a esperar a mi acompañante. Fui al baño, regresé al sillón y a mi copa de proseco. Sin embargo pasaron 15 minutos y nadie aparecía. Algo raro en un holandés. Cuando le dije al hombre de la recepción que quizás mi anfitrión me estaba llamando pero yo no tenía el celular a la mano, este me dijo que ya era hora de que entrara a ocupar mi mesa.

Le llamó a un joven holandés al que le indicó que me hablara en inglés. El chico, me percaté inmediatamente, estaba ciego. Me dijo que el señor van der Dries había elegido el menú y la selección de vinos del chef. Me preguntó no obstante si había algo que yo no comiera absolutamente o a lo que tuviera alguna alergia o indisposición: “No como órganos de ningún animal y tampoco chícharos. Por lo demás creo poder con todo”, fue mi respuesta, la cual surgía de las profundidades de una curiosidad que me estaba ya devorando.

Entonces me dijo que pusiera mi mano en su hombro y que lo siguiera. Al llegar a la entrada del restaurante corrió una pesada cortina negra e inmediatamente todo se transformó en ese color. No veía nada, pero absolutamente nada. Sin embargo se escuchaban voces y ruidos de gente comiendo. Al menos no estaba sola en esa sala cuyo tamaño, decoración y colores se convirtieron en lo desconocido.

Caminé despacio detrás de él mientras me decía: “el señor van der Dries eligió una mesa para dos en la esquina de la derecha, no tendrán a nadie a sus espaldas, si quiere ir al sanitario llámeme, mi nombre es Paul, yo la guiaré”.

Después de unos pasos se detuvo y tomó mi mano. Me hizo sentir la silla que me correspondía. Me senté y mi primer instinto fue tocar la mesa. No había nada. Solamente servilletas de tela. Tomé una y la extendí sobre mi regazo. El chico se retiró pero volvió en unos segundos con un vaso que puso sobre mi hombro izquierdo al tiempo que me decía “tiene un vaso de vino blanco para seguir con el aperitivo, el señor van der Dries está por llegar”.

Y aún no daba un sorbo cuando apareció mi anfitrión siguiendo a otro mesero. Lo supe porque ambos camareros intercambiaron palabras en holandés con él. No lo vi, por supuesto, pero sentí su presencia acomodándose en la silla vecina. Un exquisito olor a Acqua di Gio me inundó el olfato, a pesar de que me lo había inundado ya con el olor y el sabor de un seco y frío Sancerre.

Saludó con una voz que embrujaba y me tomó la cara para darme los tres tradicionales besos holandeses. Me trató como si me conociera de años y esa fuera nuestra manera cotidiana de encontrarnos. Me preguntó por mi trabajo pero sin dejarme contestarle me dijo que su semana había sido de mucho trabajo y estrés, estaba encarrilado en la conversación cuando yo lo interrumpí preguntándole “disculpa ¿qué significa esto?”.

Entonces me explicó que íbamos a comer así, en total oscuridad. Que era el concepto del lugar retar los sentidos del olfato y del gusto y que la idea del menú sorpresa era que adivináramos la comida, sus ingredientes y los vinos sugeridos. “Es un lugar para sibaritas, por eso te invité”. Agradecí el elogio. Pensé que si de la vista naciera el amor este lugar estaría vacío.

Ambos hablábamos con un tono de voz muy bajo, como si nos estuviéramos escondiendo del resto de los comensales, a quienes no veíamos y quienes tampoco nos veían. Estábamos compartiendo un espacio y una actividad con personas cuyas caras no conocíamos. Reímos al darnos cuenta de que rumorábamos. Finalmente podíamos decir cualquier barbaridad y nadie sabría quién era el autor. Subimos el tono de voz a uno normal pero mesurado. A mi todo me parecía muy emocionante, pero la idea de estar compartiéndolo con un tipo que no tenía idea de quien era, me desconcentraba.

Después de una entradita de mousse de betabel y antes del tercer vaso de vino, esta vez un tinto (un merlot con tempranillo) retorné al sentido del gusto. Nos sirvieron una ensalada de berros con rúcola, piña caramelizada, piñones y un pedazo de carne magra que yo pensé que era de res pero resultó ser filete de pato. En estas circunstancias la oscuridad engañó al paladar, pero no fueron muchas veces.

Surgieron entre los dos toda clase de temas que fueron primero de índole laboral, temáticas políticas, la migración, el racismo y después fluyeron hacia lo personal, los gustos, filias y fobias: la música, la literatura, el cine, la última muestra en el FOAM y en el museo de Rembrant.

Comer en total penumbra provoca que la boca se afloje y la conversación se relaje. Finalmente nadie está viendo el rostro que expresa las intenciones y las emociones. Se debe de modular la voz para transmitir el mensaje de manera correcta, no hay gestos ni lenguaje corporal que complementen el diálogo. La voz es lo que importa y la oscuridad es una gran cómplice que para mi sorpresa facilitó la conversación. Poco a poco iba yo sintiendo un tipo de conexión con alguien a quien no le había visto la cara y así iba relajándome de adentro hacia fuera.

Antes del segundo plato nos ofrecieron un coctel de fruta de la pasión con proseco para digerir la entrada. En esa pause confesé que me había comido la ensalada con las manos pues no atinaba partir algo con cuchillo y tenedor. Él dijo que así comen todos ahí sólo que no lo dicen.

Llegó el cuarto vaso de vino que al probar supe que era blanco, pero no logré adivinar qué era. El segundo plato consistió en filete de pescado con un sabor ahumado, acompañado de polenta al limón, puerro y tomates cherry asados. El pescado era consistente y de sabor delicado, pero el sabor ahumado no lo podía descifrar como tampoco identifiqué -en ese momento- el fuerte sabor a estragón. Desconozco las variedades de peces del mar del norte por eso fallé en mi intento. El pescado era, me dijo después el mesero, un bacalao asado con una salsa de anguila ahumada. El vino era un colombard blanco con ugni blanc del suroeste de Francia. Una combinación poco común para mí.

No saber con certeza qué estaba comiendo no inhibió mi gozo. Los sabores de ese segundo plato combinaban a la perfección. La polenta al limón fue una grata sorpresa que iba de maravilla con el pescado y con la acidez de los tomates. Seguía concentrada en los sabores cuando el señor van der Dries expresó su idea de contarnos un secreto.

Mientras lo escuchaba insistir yo seguía disfrutando las yucas fritas como si fueran unos buenos chips. Me ponía la yuca en la boca y la empujaba hacia afuera con la lengua y luego la succionaba hacia dentro. Me chupaba todos los dedos de la mano derecha después de pasarlos por el plato que ya sólo tenía restos de lo que había sido un gran festín. Me divertía comportarme como una mal educada en la mesa y saberme acompañada.

Y la idea del secreto me empezaba a excitar. Si, un secreto, en la oscuridad, con testigos anónimos rodeándonos. Entonces pensé en el secreto. Le dije uno. Se sorprendió. Se rió. Después se quedó callado. Y después sucumbió y me preguntó si eso era cierto. Le aseguré que sí. Pero él no contó ninguno.

Entonces sentí su rodilla pegada a la mía y su mano derecha empezaba a recorrer mi brazo izquierdo. Nos interrumpió el camarero para anunciarnos la llegada del postre y de otro vaso de vino. No tuve que probarlo para saber que era un moscatel español, olía a eso.

En el plato sentí varias texturas distintas y tomé la iniciativa de darle a probar con mi mano uno de los postres del plato. Me dijo que mis dedos sabían a tiramisú. Después él tomó algo de su plato y me lo puso sobre los labios, era una mousse chocolate blanco con un toque de albahaca. Con la mano tomé lo que sentía más frío y se lo embarré por la boca. Era helado de vainilla. Él no me ofreció el suyo, pero me dio una por una las fresas con menta que tenía en su plato. Le ofrecí de mi boca un pedazo de algo blando que al morderlo supe que era un malvavisco horneado de coco. No soy muy afecta a este tipo de dulce, especialmente por su textura, pero en ese contexto mi disgusto se convirtió en un raro placer. Así, compartiendo en silencio nos terminamos el postre hasta lamer el plato. El señor van der Dries le llamó al mesero y dio varias indicaciones en holandés.

Al momento nos trajeron a cada quien una bandeja de agua con limón para limpiarnos las manos, que yo aproveché para limpiar la empalagosa parte inferior de mi cara y cuello. Al retirarlas nos pusieron un espresso y una copa de cognac. Me pidió mi opinión sobre la comida y aunque no pude ni imaginar la presentación sólo atiné a decir: “todo estuvo maravilloso”. Lo cual era verdad.

Seguíamos platicando mientras nuestros cuerpos poco a poco iban conociéndose. Le toqué la cara para tratar de adivinar sus rasgos. Nariz prominente, ojos grandes, labios carnosos, boca grande, dientes en orden, cutis suave, barba de tres días, un poco orejón y con el cabello peinado hacia atrás posiblemente ondulado. Las manos eran gruesas y adivinaban trabajo rudo. Me dijo que era su afición por la carpintería. Le toqué los muslos, las rodillas, sentí sus manos bajar por el cuello y tocar ambos senos. Pasó sus manos por debajo de la falda y rozó con sus dedos los muslos. Tocó la puerta.

Me pidió un momento para ir al baño. Le llamó a Paul. Este lo llevó y yo me quedé en esa esquina en penumbra absoluta fantaseando con su cara. Ya el olor, la voz, su buen humor y conversación lo ponían a unos pasos de mi cama. Estaba nerviosa.

Pasaron varios minutos y Paul llegó. Me dijo que lo acompañara pues el señor van der Dries estaba pagando la cuenta.

Cuando salí del comedor la luz de la recepción me encandiló. Vi la hora, eran casi las 12 de la noche. Habíamos pasado casi cuatro horas en completa oscuridad. No sentí el tiempo. Mi compañero no estaba en la recepción. Paul me pidió la llave para sacar mis cosas del guardarropa. Me entregó todo mientras me preguntaba lo que habíamos comido. Atiné varias cosas y fallé varias otras, especialmente los vinos.

Después como si hubiera visto mi cara de incertidumbre, por no decir de idiota, me dijo: “el señor van der Dries se disculpa, tuvo que salir de inmediato, ha pagado todo y le ha dejado a usted una nota”. Una nota amable sin datos personales ni dejos de futuros encuentros. Resistí la tentación de enviar un correo a la dirección de la que él me había escrito. Así que nada, absolutamente nada volví a saber del señor van der Dries.

Pero siempre le agradeceré la invitación. La experiencia fue divertida y retadora para los sentidos. La oscuridad engaña pero también provoca. La comida fue muy buena sin ser excepcional porque faltó el espectáculo de la presentación (ojos que no ven...). Comer en la total oscuridad no es algo que vaya a formar parte de mis hábitos cotidianos, pero quizás en otra buena compañía repita la excitante hazaña. En ese caso concentraría mi oído para distinguir las voces y saber si él está por ahí. Sé que no quiero verlo, sólo quiero volver a cenar con él.



Para experiencias similares en:

Amsterdam: C' taste
Paris o Barcelona: Dans Le Noir
Berlin: Nocti Vagus
San Diego, L.A., San Francisco: Opaque