Hace un par de meses se estrenó
en cines nacionales la película de Tanya
Wexler “Histeria” (2011). En esta
historia se desarrolla una de amor al tiempo que se cuenta cómo en la
Inglaterra de finales del siglo XIX se llevaba a cabo –con gran éxito- el tratamiento
del masaje genital para las mujeres. El Dr. Joseph Mortimer Granville se inició
en está práctica asistiendo a un viejo y exitoso médico. En la película se
narra como Granville descubre –por accidente- un aparato mecánico que relaja el
dolor muscular de su mano y como –junto con un amigo- llevan esta idea a la
elaboración del primer vibrador. La película bien ambientada y con escenas de
humor simple ubica un importante período de la historia para la sexualidad
femenina sin profundizar en el tema. Granville en efecto desarrollo un vibrador
electromecánico pero no lo aplicó al tratamiento de lo que en aquellos tiempos
se denominó histeria. Esta implementación la hicieron otros médicos.
Para pasar un rato agradable la
película no está mal. El personaje que encarna Maggie Gyllenhaal equilibra el desconocimiento que prevalecía en la época sobre la sexualidad femenina con el
surgimiento de una conciencia femenina que cuestiona dicha sexualidad, su
necesidad de sentir y su capacidad de dar placer. Lo que en Histeria si se
retrata de manera fiel -a través de los personajes masculinos- es la ignorancia
que privaba en la ciencia cuando se trataba de saber, conocer o entender la
fisonomía y la psicología femeninas.
La etimología de la
palabra “histeria” viene de un vocablo griego que significa “lo que procede el útero”.
Cuando se utilizó para definir ciertos estados de ánimo o emociones femeninas
se convirtió en una palabra cuya connotación combinaba los elementos
peyorativos de la feminidad y de lo irracional. Esto no lo ilustra Tanya
Wexler.
Pero es un asunto que elaborado
desde una perspectiva histórica y feminista se profundiza y documenta en el
libro Technology of Orgasm. “Hysteria”, the Vibrator and Women´s Sexual
Satisfaction de Rachel P. Maines, que es –entre otras cosas- una historia de
la práctica médica masculina relacionada a la sexualidad femenina en Europa.
La autora inicia documentando
que el tratamiento médico para tratar -lo que por siglos se denominó- la histeria
femenina a través del masaje a los genitales (de las mujeres, obviamente) está
registrado y reconocido desde mediados del siglo XVII y fue recomendado –entre
médicos- especialmente para tratar mujeres viudas. En su primer capítulo (The Job Nobody
Wanted), Maines argumenta que los médicos que aplicaban este tratamiento no
encontraban su trabajo agradable por lo que dejaban el procedimiento en manos
de comadronas.
Descripciones de este tipo de
tratamiento, señala la autora, se encuentran en los escritos de Hipócrates, de
varios griegos de principios de esta era y de varios otros científicos de los
siglos posteriores. “Dada la ubicuidad de estas descripciones en la literatura médica, es sorprendente que
el carácter y la finalidad de estos
tratamientos de masajes para los
trastornos relacionados con la
histeria y desórdenes similares hayan
recibido poca atención de los historiadores” (p.2).
Si por siglos la historia la escribieron hombres y por
siglos la ciencia se negó a conocer, observar y analizar al cuerpo humano
femenino (hasta el siglo XVIII no se distinguió entre labios, vulva, clítoris y
la vagina, así tampoco la vagina del útero) no es sorprendente que conozcamos
poco sobre la relación que guarda la construcción social de la histeria –como un
desorden emocional básicamente femenino-, la práctica del tratamiento de masaje
genital para mujeres, la invención de utensilios e instrumentos para agilizar
dicho masaje y el descubrimiento de la capacidad femenina de desear, buscar y
proveerse placer.
En la historia de la medicina
occidental, nos cuenta Maines, se documenta entonces la implementación de este procedimiento
para aliviar lo que por lo menos 4 siglos ANE y hasta 1952 -cuando la
Asociación Americana de Psiquiatría desechó el término-, era conocido como
Histeria. Esta “enfermedad” y sus síntomas, “que son consistentes con el
funcionamiento normal de la sexualidad femenina, se aliviaban, sin sorpresa,
con el orgasmo, ya fuera en la cama matrimonial o en la mesa de un medico a
través del masaje” (p.2).
En la época se recomendaba a las
mujeres diagnosticadas con histeria casarse lo antes posible o, si esto no era
posible (sonará a broma) se sugería montar a caballo o sentarse en un columpio.
No se aclara si la expectativa era que las mujeres se distrajeran o, que en
efecto, lograran una fricción de sus genitales que las llevara eventualmente a
relajarlos.
La autora ubica el fenómeno de
esta “enfermedad” en el contexto de definiciones androcéntricas de la
sexualidad que explican tanto el desarrollo del concepto “patologías sexuales
femeninas” como de los instrumentos diseñados para tratarlas. Una definición
andrógina del sexo –como práctica- incluye tres pasos: la preparación (o el
jugueteo), la penetración y el orgasmo masculino. Si faltan los últimos dos
actos, entonces no es “sexo” (“it’s not the real thing”). Pero esta definición
también implica una sentencia: si la mujer no alcanza el orgasmo durante el
coito, el sexo sigue siendo sexo (o sea “it's the real thing”).
El hecho (social) de que más de
la mitad de las mujeres no alcanza el orgasmo durante el coito es antiguo y
conocido. Se le llamaba “frigidez”, y se consideraba algo “sub-normal”, como si
la mujer fuera la única responsable de esta situación. Para el siglo XVII,
argumenta Maines, se creía que la anorgasmia producía malos olores en el cuerpo
y para el siglo XIX la incapacidad de lograr el orgasmo generó la creencia de
que las mujeres eran menos sexuales que los hombres y por lo tanto más puras. En
algunos países europeos para el siglo XVII a la histeria se le consideraba la
“enfermedad más común después de la fiebre” y para el siglo XIX una verdadera epidemia. Abundaban las mujeres histéricas pero puras.
Nos dice la autora: “cuando el
sexo marital era insatisfactorio y la masturbación desalentada y prohibida, la
sexualidad femenina se afirmó a si misma en la única salida posible: los
síntomas de los desórdenes histérico-neurasténicos” (p.5).
Estos síntomas se identificaban
como “ansiedad, insomnio, irritabilidad, fantasías eróticas, sensaciones de
pesadez en el abdomen, edema en el pelvis bajo y lubricación vaginal”. Las
pacientes histéricas eran observadas durante las consultas al médico en las
cuales –después de minutos de masaje genital- presentaban “una aparente perdida
de conciencia, enrojecimiento de la piel, sensaciones voluptuosas y vergüenza y
confusión una vez recuperadas” (p.8). Y a esto se le llamó “paroxismo
histérico”, y se definía como el momento crítico de la enfermedad. Un médico de
la época podría encontrar paradójico que las enfermas buscaran la crisis de su
malestar para sentirse mejor y mantenerse "mancitas", hasta la
próxima consulta médica.
Me parece que en su libro Maines
echa luz sobre temas que hasta su publicación no se habían tratado desde una
perspectiva histórica, feminista y foucaultiana. No obstante, -estando dividido
en temas y no organizado de manera cronológica- en si mismo el texto no
establece una relación entre la construcción de la sexualidad femenina como una
patología histérica en los distintos periodos de la historia (Capítulo 2. Female
Sexuality as Hysterical Pathology), el “descubrimiento” del orgasmo, las
diferencias entre las experiencias orgásmicas masculina y femenina, el uso de
tecnologías para controlar la sexualidad femenina (Capítulo 3. “My God, What
Does She Want?”) y el invento de tecnologías y el consumo de instrumentos como
el vibrador que hasta antes del 1900 fue un utensilio médico (Capítulo 4. Inviting
the Juices Downword). Es una cuestión de enfoque que no le resta ningún mérito al libro.
Para la década de los años 60
del siglo pasado, señala Maines, el vibrador se popularizó como un instrumento
que logró venderse como cualquier artículo en el mercado. Justamente su éxito
en contribuir a la consecución del orgasmo femenino fue la clave de su
publicidad y venta. El movimiento feminista lo reivindicó casi como un artículo
de primera necesidad en la casa, poniendo así “en las manos de las propias mujeres el trabajo
que nadie quería” (p.17).
El discurso general que subyace
a los largo de los cinco capítulos del libro es que el conocimiento médico se
construyó desde una perspectiva masculina que ignoró y subestimó las
experiencias y el cuerpo femenino. Esta ignorancia promovió entonces que desde
este conocimiento se desarrollaran o implementaran métodos para controlar la
desconocida sexualidad femenina. Por eso, el menosprecio de los médicos porque
las mujeres se masturbaran o usaran el vibrador en casa apunta al temor de que
éstas lograran un control sobre su propio cuerpo y placer y por ende se
empoderaran. Nada nuevo en nuestros días, pero la referencia histórica a este proceso es
relevadora.
Actualmente cuando “histérica”
se aplica como adjetivo calificativo, generalmente se entiende una persona molesta al grado de la irracionalidad,
pero cuando se aplica a una situación, generalmente se entiende que ésta es
chistosa o demencial. Entonces cuando un hombre le dice a una mujer “eres una
histérica”, subyace este elemento peyorativo de una feminidad que
proviene de una sexualidad irracional que no es igual a la masculina, porque la nuestra, como lo muestra el
libro de Rachel P. Maines, se fue construyendo como una
patología…histérica.
Rachel P. Maines (1999). The
Technology of Orgasm. Hyteria, the Vibrator and Women’s Sexual Satisfaction, The
John Hopkins University Press, USA