viernes

El oasis en mi desierto.


Yo había hecho un recorrido por otras ciudades del país. Ahí fui porque el desierto me llamaba. Una casualidad nos hizo ir juntos atravesando todos los paisajes posibles en un viejo Mercedes beige. Música tradicional islámica acompañaba el recorrido. Teníamos una bolsa con naranjas que compartíamos entre los cinco: cuatro beréberes y yo. Había intentos de comunicación, ellos, los marroquíes, intentando un mal inglés, yo un mal francés.

Los idiomas no coincidían pero había una camaradería que el viaje provocaba. Ellos trataban de explicarme lo que íbamos viendo en el camino, el atlas, las cumbres nevadas, los “kasbah” y los oasis. Me llamaron la atención sus ojos oscuros como su cabello y su piel morena. Él no era el más guapo pero si el más serio de todos. Yo hacía intentos por provocar una conversación pero no hablo árabe marroquí ni tampoco francés, el no hablaba español, ni inglés. La atracción se alimentaba de miradas calculadas y oportunas, tímidas y discretas, atrevidas y directas.

Al llegar al desierto nos instalamos en una “jaima” o tienda de campaña hecha de tapetes bordados. Ellos tomaron una grande, dejándome a mí una pequeña. Estábamos en Merzouga. Después de lavarme y dejar las cosas en un aposento que olía a canela, con una cama cubierta por velos de colores y rodeada de cojines, con luz de velas, fui a unirme al resto del grupo para cenar.

Había un manjar servido en una mesa bajo las estrellas. Pollo al limón amarillo con aceitunas, borrego en salsa de ciruela pasa con almendras, una riquísima pastilla de carne y carne de camello asada, todo cocinado y servido en tajine de barro. La comida la compartimos entre sonrisas, cuscús, pan, té a la menta e intentos de pláticas. Ellos se divertían hablando ese idioma que El Profeta conoció. Él y yo intercambiábamos miradas.

La luna y el cielo estrellado invitaban a dar una vuelta por las dunas iluminadas. Me levanté y dije que iba a caminar por las olas de arena. Comprendieron sin entender y él se ofreció a acompañarme. Se levantó y me siguió.

Me dijo algo en un francés con un acento árabe que me provocó un estremecimiento. Cuando el idioma no es el código de comunicación es más fácil comprender lo que un cuerpo expresa. No necesitábamos hablar mucho, la oscuridad –cómplice infalible- ayudaba. Me tomó la mano y caminamos hasta llegar a una alta duna.

Sentados viendo el cielo intentábamos hablar, pero el silencio fue lo más prudente. Al oler la mezcla de especies, menta, sándalo, dátil y canela de su piel morena, enloquecí. Me atragante con su aroma. Aspiré su olor hasta que el deseo me invadió el cuerpo. Me acerqué a su boca y él respondió con un beso húmedo que aun sabía a limón amarillo.

Nos fuimos a mi “jaima”. Las velas reflejaban sus flamas sobre las paredes de colores y bordados. Nos metimos bajo los velos y nos desnudamos de prisa, jadeando de ganas. Tenía el pene más grande y oscuro que he visto en mi vida. Sin turbante y sin la ropa típica del deserto me sorprendí viendo el miembro más impresionante que jamás hubiera tenido dentro.

Él decía cosas en francés, yo las decía en español: estoy segura que decíamos lo mismo. Movía la pelvis con la maestría de un experto. Me llevaba a la cima sin permitirme llegar. Me prolongó el gusto y las sensaciones hasta que decidí subirme a él y pedírselo. Estábamos hechos un lago, teníamos toda la humedad que el Sahara necesitaba.

Éramos el oasis en medio del desierto.

Así se nos hizo de día. El sol del amanecer le daba a las dunas una sombra particular. Arropados con las cobijas salimos a ver el espectáculo de arena. Saciada salí de mi aridez de mucho tiempo. El desierto que me habitaba se quedó al sur de Marruecos, junto con el oasis que entre sábanas también deje.