domingo

del aperitivo al dolce, no hay otro mejor lugar para comer que Italia....

Ayer regresé de un viaje de tres semanas por el norte de Italia. Me encantó. Desde la primera vez que fui nació un cariño cuando en el invierno del 2004 visité Roma, Florencia y Nápoles, pero ahora si estoy enamorada.


No es sólo que las ciudades son monumentos, que las iglesias son galerías de arte, que algunos hombres parecen dioses romanos, ni mucho menos su seleccion nacional de fútbol sin Canavaro, es sobre todo la comida y la bebida.
No recuerdo haber comido tanto en otro país como en este.

La diferencia no está en la calidad de la comida, porque he comido bien en casi todos los lugares que he visitado (con excepción absoluta de Inglaterra y Escocia y del este europeo) sino en la pasión por la comida que está en la sangre.

Los italianos son glotones, les gusta comer, les gusta cocinar, piensan en comida tanto o más que en sexo y dedican e invierten tiempo y dinero para disfrutar de sus largas tertulias de tres horas a la mesa empezando por una entrada seguida por el primero y el segundo plato, el plato de quesos y el postre.

Desde los panes del desayuno y el capuchino, pasando por los aperitivos de salami y prosciutto, los primeros platos de pasta o risotto, los segundos de carne (res, conejo, caballo, pato) o pescado (de lago), el plato de quesos y hasta el dolce de la cena, todo forma un universo lujurioso y libidinoso, tanto por la calidad de los ingredientes (jamás en ninguna otra parte del mundo se podrá encontrar una bresaola o un queso mascarpone como ahí), como por el significado que tienen para la gente.

Los italianos hablan de comida, hablan de comer, hablan de cocinar, hablan de los ingredientes, saben y se informan, conocen los restaurantes y los recomiendan, saben en donde pueden comer desde una sencilla piadita o una focaccia hasta un elaborado brasato al barolo o un conejo a la castaña. Es cultura general que se valora, se agradece, pero sobre todo se disfruta.

Las pastas frescas, los panes hechos con aceite de oliva, los rellenos de la lasagna, de los ravioles, de los canelones, de los tortellinis, las salsas de las carnes asadas con romero y mantequilla para la polenta. El tiramisu, la pastelería con crema, merengue, rellenos de almendra, ricotta y mascarpone, el gelato. El café, la grappa.

En tres semanas no hubo un día que comiera mal ni en un restaurante, mucho menos en una casa sentada a la mesa con una familia. No hubo tampoco un momento en el que deje de pensar en comida. A donde fui busqué eso que es particular, típico y propio del lugar que no se encuentra en otro sitio y que hay (por deber y pasión) que probar.

Esta experiencia culinaria la compartí con un nativo de increíbles ojos aceitunados, que huele bien y también come como yo, o sea el viaje fue un orgasmo perpetuo y continuo.

En esta ocasión no hablo del sexo (que también fue glorioso) porque aún tengo fresco el último aperol soda de ayer en un bar de la parte alta de Bergamo. Y hasta hace un rato estaba desempacando los cerca de 15 kilos de comida, entre salamis, quesos, salsas para pasta, dulces y pastelería que traje en mi equipaje. Tengo en el baúl de los recuerdos gustativos una verbena de sabores, de olores, de texturas en el paladar que quiero mantener el mayor tiempo posible.

De verdad fue un viaje de jolgorio en todos los sentidos y yo toda y completa, total y absoluta disfruté cada caloría y contenido energético de todo lo consumido, disfruté cada bocado, cucharada, sorbete, mordida, lamida y trago que di. Todo fue tan absolutamente glorioso como la capilla sixtina de Miguel Angel o como la obra de la Misericordia de Caravaggio.

Pasión malsana la mía, comer y hacer el amor, que se regocija al tener con quien compartirse. A pesar de Berlusconni, es Italia definitivamente mi nuevo gran amor.