jueves

de cocina a cocina...

Todo empezó en una cocina y terminó en otra.

Nos vimos por primera vez en la mía. Yo había invitado a varios amigos a degustar un mole oaxaqueño que estaba para prender unos cohetes. Había casi quince personas en mi casa y la verdad que poca atención le preste ese día. Él llegó como invitado de un invitado mío y además de verle sudar por el chile del mole, no mantengo otra imagen de él en mi recuerdo de esa noche.

Unas semanas después el invitado que lo llevó a mi casa me invitó a mí a cocinar algo en su casa. Entonces él volvió a aparecer. Yo estaba en la cocina. Llegó a meter un par de botellas de vino blanco al refrigerador, de paso saludó y me recordó cómo se había enchilado con ese mole que había comido en mi cocina. Y entonces se quedó mientras me hablaba de su trabajo. Era fotógrafo.

Me seguía con la mirada, observaba mis movimientos como si estuviera buscando un ángulo desde su cámara, como si me estuviera viendo a través de un lente. Me hablaba y yo de espaldas a él, frente a la estufa sentía como me veía, yo picando el ajo, yo pelando la cebolla roja, yo partiendo los champiñones, yo preparando una pasta a la crema con salmón, yo cortando el pan, yo dejando lista una ensalada de tres distintas lechugas con aceitunas, tomates deshidratados y queso feta.

Él y yo solos en la cocina invadidos con los olores, a ajo, a cebolla, a salmón, a vinagreta, a perejil fresco. Invadidos por el olor al chocolate del pastel que se horneaba en ese momento.

Hablamos hasta que logré terminar y quitarme de encima el delantal que llevaba. Me miro de pies a cabeza, se detuvo en el culo y después me miró directo a los ojos.

Nos sentamos uno al lado del otro. La cena fue relajada. Éramos ocho personas.    Comimos, bebimos, hablamos, nos reímos mucho, nos comimos el pastel de chocolate que estaba buenísimo después de los porritos, en fin una cena entre amigos.

Al despedirnos la invitación la hizo él, “el próximo viernes te puedo invitar a cenar a mi casa pero no soy buen cocinero”. Entonces acepté la invitación con la condición de que yo cocinaría: “¿te gustan los mariscos?”. Vino blanco entonces.

Por supuesto que el tipo me gustó, ¿Cuál otra razón se esconde detrás de una mujer que se ofrece a ir a cocinar a casa de un hombre que no es ni su papá, ni su hermano, ni su sobrino?

Llegó el día de la cita. Yo puntual toqué a su puerta y como habíamos quedado llevé todo para cocinar. Él descorchó una botella de un vino blanco que estaba seco, hacia tanto calor en la ciudad que fue un bálsamo dejarlo sentir en mi boca.

Una vez más se instaló en la cocina para verme actuar. Yo puse manos a la obra. Camarones rellenos de cangrejo envueltos en tocino, arroz amarillo, ensalada de aguacate con naranja, paté de queso crema con ostiones ahumados y almejas asadas con verduras frescas. De postre helado de mango. Prendí el horno y tomé todo lo que me pareció necesario, sin preguntarle si podía. Me imagino que esa confianza con la que actuaba en su cocina lo desconcertó un poco. Tal vez el hecho de que cocinara mariscos le pareció una insinuación. 

Yo lo noté un poco nervioso. Se disculpó por no tener una vajilla adecuada. Punto en su contra que pronto se me olvidó al ver la calidad del aceite de oliva que tenía. También el excelente café, una mostaza de primera, queso de cabra, mermelada de zarzamora y yogurt de manzana, todas cosas que me encantan.

Terminé la comida, servimos, cenamos. Recorrimos todos los temas habidos y por haber y así terminamos dos botellas de vino blanco. Yo sentía tanto calor que le propuse comernos el helado de mango a dos cucharas del mismo bote. Me lo quería terminar. Seguíamos con el vino fresquito. Nos quitamos los zapatos debajo de la mesa.

Ya era tarde, habíamos hablado bastante, las velas se habían consumido, era hora de irse a la cama o…¿para qué me había invitado? Yo esperaba no salir ilesa de aquella casa. 

Pero antes de la cama fue la cocina por supuesto. Yo me levanté quitando de la mesa los platos que no pensaba lavar. Pero era un buen pretexto cambiar de posición después de las horas sentados en las sillas. Por supuesto que cuando me levanté él se levantó ayudando a limpiar la mesa. Sin pensarlo estábamos despejando el escenario.

Dejamos las cosas en el lava-trastes, yo me quedé recargada sobre un mueble mientras bebía un poco de agua. Se me acercó sin dejar de hablar de lo que estaba hablando, yo para entonces ya sentía tantas ganas de desvestirlo que ni atención preste a lo que decía.

Me tomó del cuello con las dos manos (esa actitud ya sumaba varios puntos), me besó, me metió la lengua con ganas, como si tuviera un camarón en la garganta y me lo quisiera sacar. Yo no estaba buscando marisco alguno, pero le respondí de la misma manera.

Se puso de frente a mí. Era alto, entonces lo abracé por la espalda, el cuello me quedaba incómodo. Acercó su sexo al mío. Para mi sorpresa el tipo estaba listo. Lo toqué para comprobar, y si, ahí estaba él, muy erecto, presumido y, hasta donde lo pude sentir con el pantalón aun puesto, también grande...esperándome.

Nos fuimos andando, él frente a mí y yo caminando hacia atrás. Choqué con la mesa. Me recargué, y ahí me sentó, o mejor dicho me senté.

Apurado se bajó el pantalón y, apurada, yo me bajé el mío. Nos quitamos camisa y blusa respectivamente. Me dejo esperando medio minuto pues fue por el condón a su recámara, pensé en quitarme el collar que traía pero lo encontré muy lindo ahí entre los senos desnudos.

Le pregunte si quería que nos fuéramos a la cama. Por supuesto que no, me dijo. Quería hacerlo ahí, en la cocina, con el olor reciente de la comida que nos habíamos comido, con el resto del helado de mango accesible, con el vino blanco por terminar.

Y ahí nos quedamos. Desnudos en la cocina, le dimos vuelta a la mesa, usamos las sillas, terminamos el resto de lo que quedaba de helado, de vino. Hicimos el amor recargados en el refrigerador, tirados en el piso, a un lado de la estufa. Nos quedamos ahí hasta que el fresco de la madrugada nos envió a la cama, a la que nos llevamos el resto del paté de ostiones embarrado en un pedazo de pan que nos comimos antes de quedarnos dormidos.