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Eating Baja...

No hay nada que yo extrañe tanto estando fuera de Baja California como la comida. Desde que me fui de ahí hace ya 8 años, mis visitas son siempre a la familia y a lugares para comer.
Llegó derechito a comer tacos de pescado, ceviche, langosta, burritos del Bol Corona o taquitos de La Especial. Siempre llegó a comer lo típico, la comida con la crecí, los sabores que reconozco y me remiten a mi pasado fronterizo. Pero en mis recientes visitas he ido descubriendo otro tipo de comida que se hace llamar de Baja y que me esta dando agradables sorpresas.
Lo que se conoce fuera de México y se cree típico y propio deriva de la cocina poblana, yucateca y oaxaqueña, además de los conocidos antojitos con T. Son los referentes dominantes de la comida nacional que se erigen como iconos de una cocina mundialmente famosa.
Sin embargo pocos saben de los tesoros que se esconden en lugares donde lo popular y masivo (léase puestos de tacos o de mariscos) disimula el desarrollo de otra cocina, menos popular tal vez y por eso más exquisita.
Ahí donde la comida típica incluye los famosos tacos de pescado, la langosta de Puerto Nuevo, la adoptada comida china, el ceviche y los tacos de carne asada (que, btw son los mejores del país, digan lo que digan), poco a poco se ha ido descubriendo otro sabor regional.
Más allá de lo que todo visitante come por que es obligación, hay una preocupación de expertos y restaurantes por recuperar sabores, ingredientes, animales y combinaciones que remiten a la flora y fauna de una región singular de desierto y mares. Y eso hay que compartirlo y aplaudirlo.
Mi última visita a Tijuana incluyó lo de siempre. La comida de rigor en Las Playitas de la calle 6ª. Típico lugar para comer mariscos en donde, en esta ocasión, empecé con media docena de ostiones frescos, seguí con la tostada de ceviche, la almeja gratinada, un cóctel de pulpo, y cerré con una orden de los increíbles tacos “gobernador” de camarones con queso cocinados a la plancha. En esta ocasión omití los camarones al coco que son una delicia en ese lugar y también pase del medicinal caldo de mariscos pues hacia calor ese día (y, además, no estaba cruda).
Otro día llegué por los tacos de pescado y camarón estilo Ensenada con su repollo, salsa y crema. También por los ancestrales tacos de lomo de La Especial de la avenida Revolución con su salsita roja y su pedazo de zanahoria curtida. No pude resistir comerme unos tacos de carne asada con su rebanada de aguacate como los sirve Don Esteban en el centro de la ciudad una noche antes de entrar a La Cervecería Tijuana a beber morenas de barril.
Como ya se hizo costumbre durante mis visitas al terruño no dejo pasar la oportunidad de comerme un chile en nogada en el Bol Corona, que aunque no es típico de la región, si es, junto con los burritos, un clásico del lugar. Tampoco dejo pasar ir al histórico Hotel Cesar y pedir la ensalada de la casa cuyo aderezo es preparado a la vista del comensal.
Para recuperar el gusto por lo autóctono pasé a comer una codorniz asada, y conejo en otra ocasión al Potrero. En una reunión familiar me regocije comiendo chuletas de borrego (que no cimarrón) asadas.
Pero mi última cena antes de salir fue de antología como siempre que he ido a La Querencia. Lamentablemente ha sido sólo en tres ocasiones, pero siempre sucumbo a la misma tentación: pido las entradas. Jamás he pedido un plato fuerte por lo que mi experiencia deriva de pasar horas comiendo una cosita tras otra con cerveza oscura o copas de vino tinto. Ahí se descubre y redescubre el placer de las entradas, de probar poco de mucho y llenarse de sabores completos.
El lugar es agradable, aunque raya en lo fresa. Pero cuando yo quiero comer bien ignoro las conversaciones en las mesas ajenas y las miradas que me recorren cuando no cumplo con el estándar esperado de los clientes habituales. A pesar de la gente el lugar no es de etiqueta, aunque nadie con menos de 250 pesos destinados para comer iría a sentarse al restaurante.
Me encanta la manera que tienen de presentar el menú: en un pizarrón para que siempre este a la vista y no deje una de pensar en lo que sigue. Tampoco la cocina esconde demasiado por lo que los olores llenan los sentidos que se siguen deleitando en cuanto llegan los platos. Yo veía el ajetreo de la cocina pues le di la espalda al mundo en cuanto llegue al sitio. Me senté de frente a la barra en donde tres chicas y un chico ayudantes de cocina picaban, pelaban, partían ingredientes diversos y calentaban tortillas.
Pedí una cerveza oscura y empecé con el “shot” de almeja que es obligatorio sobre todo para los amantes de los mariscos (como yo). Con un saborcito de tomate y vodka es una excelente manera de abrir el apetito. De hecho el balazo me llegó antes que el pan que de rigor ponen de entrada con las cuatro salsitas de distintas intensidades de picor y sabor.
Para seguir en la línea marina pedí el ostión Rockefeller que no tiene comparación. Servido en una cama de sal de mar, gratinado con una combinación de queso, un poco de espinaca y coronado con una pizca de ajonjolí el ostión que fresco es exótico así se vuelve altanero.
Una vez limpia la concha, pedí los chiles güeros capeados. Uno relleno de marlín y el otro relleno de borrego. Ambos son una delicia. El capeado es perfecto, crujiente y total.
Después de los chiles pasé a los tacos que son clásicos de La Querencia. Uno de pato, otro de borrego y otro de ostión. Los primeros los había comido antes. El borrego está guisado de una manera tan particular que le rebaja el fuerte sabor (y olor) a este tipo de carne. El pato está marinado y asado, servido con una hoja de lechuga escarola morada.
El de ostión fue mi debut y me enamoró. Capean las piezas como el pescado para el taco. El taco no necesita nada más que una salsita. Es una delicia suave. Jamás había comido ostión de esa manera y me quedé prendida de la ostra. Bendije San Quintín y sus criaderos y maldije los años que pasé sin poder pasarme un ostión ni crudo ni cocinado cuando me llevaban hasta allá y no apreciaba la maravilla de su sabor.
Para cuando me terminé el último taco ya había pasado hora y media. Me terminé la tercera cerveza y decidí irme sin postre porque no quería matar los sabores que aun tenía en la boca. Faltaba poco para irme al aeropuerto y quería recordar algo al dejar la Baja California que es, aunque pocos lo sepan otro de los lugares mexicanos en donde se come muy bien.